Por Álvaro Cuadra
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP.
Las cifras que arroja la reciente elección municipal en Chile consagran una tendencia que se advierte desde hace años en el seno de nuestra sociedad, esto es, el tránsito de “ciudadanos” al nuevo estatus de “consumidores” Como hemos podido constatar, tras el llamado “retorno a la democracia”, la analogía del ámbito político con respecto al ámbito tecno-económico se estrecha cada día más. De hecho, la noción de “marketing político” no hace sino naturalizar este maridaje, tornando ambos dominios en lo que técnicamente se denomina “estructuras isomorfas”.
La aprobación del “voto voluntario” y la “inscripción automática” hace explícito que el comportamiento político de los ciudadanos se inscribe en los mismos supuestos que el de los consumidores. Si antaño se decía que todos somos iguales ante la ley, en la actualidad se afirma que todos somos consumidores libres para elegir, según nuestros gustos y pulsiones. De esta manera, por descabellado o cínico que parezca, “Votar” o “No Votar” equivale a “Comprar” o “No Comprar”
El desplazamiento del “ciudadano”, sujeto político de las sociedades burguesas, por la figura inédita del “consumidor”, sujeto económico de la sociedad de consumo, redefine la noción de igualdad, pues el “homo aequalis” encuentra su protagonismo en una sociedad de consumo, travestido, precisamente, en “consumidor” Este nuevo sujeto de las sociedades contemporáneas da cuenta de cómo una función económica se ha desplazado al ámbito cultural o simbólico. Este desplazamiento lo observamos en la figura misma del “consumidor”. En cuanto individuo (“yo”) habita el imaginario de la “libertad” y de la “libre opción”, sin embargo, en cuanto “consumidor” es una “componente funcional” del mercado.
La figura del “consumidor” es de suyo ambivalente, pues la “libre opción” no es sino la regla constitutiva de su particular inserción en el mercado. Dicho de otro modo, en una sociedad de consumidores no hay una exterioridad a ella, todos habitan el mundo de la mercancía y la libre opción.
Una de las paradojas creadas por la sociedad de consumidores es que la hegemonía cultural cristalizada en la “moda” es administrada por las élites como una democratización y masificación del gusto. Los comportamientos discrecionales emergen, precisamente, en los sectores sociales no constreñidos económicamente.
Es en este segmento donde la subjetividad se expresa con mayor fuerza, produciendo las singularidades culturales y un ethos de la permisividad. Estos comportamientos diferenciados se asocian al prestigio de los “trenders”, esto es, aquellos íconos mediáticos capaces de marcar las tendencias del gusto. Sólo una vez que se ha consolidado una “tendencia”, sea que se trate de un corte de cabello, una prenda de vestir, algún accesorio, una marca o un comportamiento sexual, alimentario o de otra índole, ésta se masifica por la vía del marketing. Al igual que los “status symbols”, las tendencias que delimitan los usos y costumbres en las sociedades hipermodernas han generado un clima de aparente libertad cultural administrada por la Hiperindustria de la Cultura a nivel planetario.
Las sociedades de consumo, forma contemporánea de decir sociedades burguesas globalizadas, acentúan la pirámide económica en la distribución desigual de la riqueza, concentrando el capital en pocas manos. Sin embargo, al mismo tiempo que aumenta la desigualdad, se acrecienta en la fantasía imaginal de las masas la apariencia de una “igualdad cultural”, mediante la inversión de la pirámide simbólica.
La pirámide cultural invertida opera mediante la masificación-diseminación de “ofertas” simbólicas. El aumento explosivo de “ofertas” simbólicas es traducido en la subjetividad de masas como una ampliación del espectro de sus “opciones” culturales y en sinónimo de “libertad individual”. De esta manera, las actuales sociedades de consumo han resuelto la clásica ecuación de tres términos planteada por las revoluciones burguesas del siglo XVIII: Libertad, Igualdad y Fraternidad.
La “libertad individual” frente a las opciones de la cultura supone desplazar el problema desde el ámbito político (Estado) al ámbito tecno económico (Mercado), exaltando el Yo (individuo). Así, el reclamo marxista por una redistribución de la riqueza es resignificado en términos simbólicos: ya no se trata de una reorganización económica socialista sino, más bien, de una reorganización simbólica en que cada cual encuentre satisfacción de su Yo, a través de la libre opción material y simbólica dispuesta por un mercado que reconoce a todos los consumidores en condiciones de igualdad. La sociedad de consumidores exalta el principio de la igualdad, ya no como categoría política, es decir, no como ciudadano, sino como consumidor de bienes y servicios.
Tomemos nota de que, el capitalismo se ha erigido sobre una triple mitología constituida por la mercantilización, la reificación y el progreso como lógica inmanente. Esto generó la crítica clásica al capital en términos de alienación, explotación y dominación. Pues bien, se puede aventurar que en una sociedad sin clases, el objeto de esa alienación pierde su centralidad, ya no el “trabajo” sino el “consumo” es el que podría ser “alienado”, y en este sentido, los términos de la crítica desaparecen del imaginario: ni alienación, ni explotación ni dominación, irrumpiendo un nuevo tipo de acuerdo social, el “consumismo”.
Otra paradoja del siglo presente es el papel que juega cierta izquierda como “punta de lanza” en la reconfiguración de la consciencia burguesa. Para decirlo con claridad, la sensibilidad del “progresismo” se ha convertido en un vector de renovación ético político y en un agente cultural de cambio al interior de las actuales sociedades burguesas desarrolladas. Las izquierdas del mundo “progresista” contemporáneo se inscriben en una dialéctica intrínseca de las sociedades burguesas a las que quieren contestar. De esa tensión y negación surge la posibilidad del “cambio” que, por estos días, toma la forma de mutaciones culturales y antropológicas. De hecho, su reclamo por las reivindicaciones de las minorías no hace sino acentuar el reclamo individualista y “democratizador” de las burguesías avanzadas. La izquierda, en sus versiones más “progresistas”, acelera el vector hacia una suerte de “hipermodernidad”, una sociedad que quiere modernizar la modernidad, alcanzando de este modo una cierta modernidad líquida o de flujos.
La cuestión es si acaso están dadas las condiciones de posibilidad para encontrar un correlato político al actual estado de cosas. Los indicadores a nivel mundial están señalando un punto de inflexión y no retorno que requiere soluciones políticas revolucionarias. El capitalismo, en su forma neoliberal, está llegando a un límite en que se impone un salto cualitativo. En un mundo que ha asistido a la extinción del imaginario de la noción de “clase”, y al mismo tiempo, ha sido capaz de integrar las opciones culturales más radicales de izquierdas con todo su potencial revolucionario como lógica de “cambio”, surge la cuestión en torno a una democracia del siglo XXI.