Por Erika Isler Soto es abogada de la Universidad Austral y doctora en Derecho por la Universidad Católica de Chile. Se ha especializado en derecho del consumo y derecho civil.
Columna Publicada en Idealex.press
Al delimitar aquellos hechos, actos y declaraciones que integran un sistema normativo con una mayor o menor fuerza vinculante, los juristas han debido reflexionar acerca del rol que cumplen los principios dentro de las Fuentes del Derecho. Las propuestas desde las Ciencias del Derecho han sido múltiples y con también múltiples matices.
Desde luego, la explicitación positiva en un corpus normativo contribuye a su concepción como directriz programática que obliga a jueces y particulares -incluso se podría proyectar su eficacia al legislador, como ocurre con los derechos humanos-, en tanto que existirá riesgo de difuminación, cuando han debido de extraerse de reglas implícitas.
Ahora bien, la importancia de los principios, radica en que cumplen diversas funciones en un ordenamiento jurídico: integración, resolución de antinomias, dirección de la labor del legislador -¿y del constituyente?-, interpretación, fijación de la carga de la prueba, etc.
La decisión del normador, por lo tanto, en orden a explicitar principios y sus funciones desvelan desde luego su propia filosofía, en el sentido de que terminará incidiendo en una asignación previa de derechos.
En este escenario, los estatutos reguladores de las relaciones de consumo suelen consagrar declaraciones dogmáticas de aplicación amplia. Se ha enunciado así el principio pro consumidor en el artículo 5 de la ley 453 de Bolivia, el artículo 4 de la Ley 1480 de Colombia, el artículo 1, inciso 1 de la Ley 21 de Ecuador, y al resguardo de los intereses legítimos económicos y sociales del consumidor que se puede ver en el artículo 19 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios de España, por citar únicamente algunos ejemplos.
En Chile, el legislador consumeril ha recorrido un camino peculiar: la omisión inicial de una explicitación de directrices generales por parte de la Ley 19496 o Ley de Protección de los Derechos de los Consumidores (LPDC), fue salvada parcialmente al incorporársele de manera sobreviniente principios aplicables a materias concretas -procedimientos voluntarios colectivos en 2018; cobranza extrajudicial en 2021-, para terminar reconociendo en su parte general, el principio pro consumidor –Ley 21.398, 2021- aunque de manera limitada en función y alcance.
No obstante, el escaso reconocimiento normativo explícito de principios informantes, no significa que ellos no reciban aplicación, toda vez aún en silencio de la LPDC, igualmente es posible derivar su vigencia tanto de su racionalidad sistémica, como de reglas concretadas en el ordenamiento jurídico. Tal es la razón por la cual efectivamente nuestros tribunales de justicia habían venido prefiriendo la regla más favorable al consumidor en caso de conflicto, radicando la carga de la prueba en la parte poderosa, derivando deberes de información sin tipificación específica, o bien exigiendo el resguardo de la indemnidad sicológica del deudor moroso, incluso con anterioridad a la entrada en vigencia de las leyes que las reconocían.
Lo propio puede señalarse respecto de directrices a las cuales se les atribuye un origen inicial iuspublicista –pro homine, pro naturaleza, resguardo y promoción de los derechos humanos, etc.- o bien del Derecho Común -reparación integral, buena fe, etc.-. España en tanto, agrega una técnica inversa: instituye en su propia Carta Fundamental -Art. 51- a la protección del consumidor como un principio del ordenamiento jurídico.
El estatuto jurídico aplicable a la relación de consumo se compone, por lo tanto, no solo de las reglas que en él se enuncian, sino que también de principios de general aplicación, plasmados en la propia LPDC o bien en otros cuerpos normativos de diversa jerarquía, en la medida en que sea pertinente la integración. ¿Resulta indiferente entonces la explicitación de directrices básicas? Desde luego que no. En primer lugar, porque una declaración expresa estatal gozará no solamente de una fuerza vinculante que difumine las dudas, sino que también se le atribuirá una presunción de racionalidad y licitud. Su aplicación a la relación de consumo, por lo tanto, ganará seguridad jurídica y disminuirá la incertidumbre por la cual pudiera peligrar el derecho del consumidor.