Columna de Opinión de Sergio Arancibia, publicada en El Mostrador
La creación en 1994 de la Organización Mundial de Comercio, OMC, generó la esperanza de que el comercio internacional iba a estar para siempre regido por normas universalmente aceptadas, eliminando así siglos de historia en que las relaciones económicas, comerciales o financieras entre los estados estaban regidas únicamente por la ley del más fuerte. Las normas y acuerdos con que nacía la OMC no eran perfectos, pero tenían la virtud de ser aceptados y eventualmente respetados por todas las partes y, además, porque se establecían mecanismos, igualmente consensuales, en base a los cuales resolver las controversias comerciales que se suscitaran entre los estados. La idea fuerza que presidía todos los acuerdos fundacionales de la OMC era que el libre comercio era la meta hacia la cual había que dirigir todos los esfuerzos de la comunidad internacional, y que ésta política permitiría a todos alcanzar más altos niveles de producción, productividad y bienestar.
Pero transcurridos ya más de 25 años de existencia de ese organismo internacional, hay razones como para pensar que la cosas no han caminado por la senda optimista que se visualizaba en 1994. Por un lado, los países desarrollados han optado por priorizar los convenios comerciales bilaterales o multilaterales – entre ellos o con los países en desarrollo – por fuera de la institucionalidad de la OMC. Eso les permite ir generando un conjunto de normas comerciales que solo son válidas entre los países firmantes, y que son mucho más favorables para los intereses de los países desarrollados y de las grandes empresas trasnacionales que cualquier norma que se generara en el marco de la OMC. Aun cuando la OMC jamás ha sido una organización favorecedora del proteccionismo, ha sido mucho más lenta en su proceso de toma de decisiones, entre otras cosas, porque allí cada país tiene un voto y la toma de decisiones exige unanimidad, con lo cual se diluye el peso de las grandes potencias. El avance arrasador del liberalismo económico ha caminado, por lo tanto, fundamentalmente, por la vía de los Tratados de Libre Comercio, en los cuales cada día se incluyen, además de los asuntos estrictamente comerciales, una serie de compromisos sobre lo laboral, lo medioambiental, lo financiero, las inversiones, las compras gubernamentales, etc., con lo cual se les impone a los países en desarrollo una red de relaciones globalizantes de la cual es difícil salir.
Además de esta búsqueda de normas por fuera de la OMC, se ha generado en los países en desarrollo, e incluso en los propios países desarrollados, una insatisfacción social creciente por los resultados de ese tipo de globalización, por cuanto se han profundizado las desigualdades y la concentración del ingreso – entre los países y dentro de cada uno de ellos – junto con el incremento de la marginación y de la pobreza en vastos sectores de la humanidad contemporánea.
Además de lo anterior, los países desarrollados, con Estados Unidos a la cabeza, se permiten acciones y decisiones económicas que están fuera del espíritu y de la letra de los acuerdos de la OMC y de los TLC. Así, por ejemplo, EEEUU se permitió en 2018 imponer tarifas arancelarias más elevadas a cientos de productos procedentes de China. También Estados Unidos, en conjunto con países europeos y asiáticos se arrogan el derecho a imponer sanciones económicas y comerciales a países tales como Bielorrusia, Irán, Venezuela, Cuba e incluso China, basado en críticas a la política imperante en cada uno de estos países, fundamentalmente en los relacionado con el respeto a los derechos humanos y a la política respecto al desarrollo de la energía nuclear. Aun cuando esas críticas puedan ser ciertas, se está abandonando el criterio de que las relaciones comerciales debe basarse en normas universalmente aceptadas. Si cada país se arroga el derecho a establecer y promover sanciones comerciales en base a sus particulares criterios políticos, entonces toda la situación se retrotrae a la situación previa a 1994.
Además, hoy en día, los países del G20 se disponen a aprobar normas para obligar a las grandes empresas a tributar en los países donde se generan sus ganancias y a que esa tributación sea al menos del 15 %. Una medida de esa naturaleza, siendo indudablemente positiva, implicará, en primer lugar, cambios en los sistemas de contabilidad universalmente aceptados, pues eso de identificar cuanto de las ganancias de una empresa se generan en un territorio determinado no es fácil. La contratación de créditos y la compra de insumos, tecnologías y asesorías con empresas relacionadas – con la correspondiente contabilización de elevados precios de transferencia y de conveniencia intra empresarial – permiten hoy en día a las empresas localizar sus ganancias en el país que tenga menores tasas impositivas, que siempre resultan ser, obviamente, los paraísos fiscales. Lo mismo sucede con los precios de venta de lo producido – que devienen en más bajos que en el mercado – cuando eso se hace entre empresas relacionadas.
¿Cómo solucionar estos problemas?
¿Se podrán establecer precios máximos a contabilizar por concepto de pago de intereses, compra de insumos y materias primas y por pagos de tecnología, marcas y asesorías?
¿Se podrán establecer precios de referencia mínimos para efectos de la venta internacional de lo producido?
¿Se podrá entrar a normar las tasas de interés que se pueden cobrar entre empresas relacionadas, para que guarden relación con las imperan en el sistema financiero internacional?
¿No considerarán las empresas afectadas que eso reduce sus expectativas de ganancias, y por lo tanto, pueden demandar a los países que procedan en ese sentido, de acuerdo a los tratados hoy en día vigentes en materia de promoción y protección de inversiones?
Si hay la voluntad política suficiente se pueden salvar todas estas dificultades y generar una situación que sería favorable tanto para los intereses de los países desarrollados como para los países en desarrollo, pues se podría poner a tributar, en los países donde se realiza la actividad productiva, a empresas que hoy en día hacen aparecer sus ganancias en paraísos fiscales donde no se tributa o se tributa muy poco. Se necesitaría una nueva generación de acuerdos que tomen distancia con respecto a la concepción liberal que impera hoy en día en la inmensa red de tratados de libre comercio que imperan en todo el planeta. Bienvenido sea todo aquello, si resulta cierto, pero todo ello implicara modificar en forma sustantiva los acuerdos de protección y promoción de inversiones hoy en día vigentes, y desde luego, no seguir firmando otros de la misma naturaleza.