Por María José Becerra y Salvador Atxondo publicado en diario El Mostrador
En épocas de globalización, los tratados de libre comercio seducen. Ahora bien, es necesario controlar las implicancias sociales de los mismos, para que el beneficio sea amplio y la soberanía del país no se comprometa.
Aunque en el mes de enero el Gobierno le dio discusión inmediata en el Congreso al proyecto del TPP-11 o Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico, la mesa del Senado tomó la decisión de postergar su discusión para marzo. La pausa al proyecto que lleva cerca de dos años en trámite respondería a la falta de claridad sobre el impacto social de su entrada en vigencia en nuestro país.
Sólo es posible comprender la dinámica interna de estos acuerdos al detenerse en el “qué” y el “cómo”. El “qué” se refiere a los temas y las industrias sobre las que se quiere legislar o acordar. Casi de forma independiente de éstas, los tratados buscan mejorar la agilidad comercial y las regulaciones de tasas.
El “cómo” se refiere a los mecanismos que utilizan los que se sientan en las mesas negociadoras, las empresas involucradas que se ven afectadas, así como la transparencia que el acuerdo tiene frente a la ciudadanía. También se refiere a las decisiones que afectan a las personas y empresas de forma directa y a las que les afectan de forma subsidiaria o indirecta. Y lo más importante, es el análisis del impacto social que traerá como consecuencia su aprobación y ejecución posterior. Nancy Fraser, en 2008, define a los afectados por este tipo de resoluciones como las personas que comparten y pertenecen a una estructura de gobernanza, que establece reglas básicas de convivencia.
Si el beneficio de estos acuerdos se comparte con la ciudadanía que compone el país, llega de forma directa como una ayuda a los más vulnerables o de forma indirecta a través de los involucrados, como las empresas que dan trabajo a las personas y pagan sus impuestos, ello es una buena noticia. Pero si el beneficio sólo se queda en las élites empresariales, los métodos compensatorios de esas plusvalías hacia la población son insuficientes, con lo que la distribución de la riqueza se ve afectada.
Los acuerdos no son malos por definición. Son menos justos si es que aumentan la riqueza de una parte de la población y no de la otra, la menos privilegiada, que ve pasar el dinero de un lugar a otro y sólo recibe lo que dictamina el mercado, que a su vez está afectado por otro tipo de agentes y variables.
El aumento de la desigualdad no se ha producido porque los poderosos odien a los pobres, sino más bien porque sencillamente no les interesan, no son parte de su análisis. El beneficio económico que el poder pueda extraer siempre es bienvenido. Sea éste por la reducción de sueldos, disminución de beneficios sociales o afectación del medio ambiente, todo vale.
La globalización permite que los mercados sean mundiales pero las leyes sigan siendo territoriales, lo que obliga a tener una mirada crítica acerca de la representatividad legal formal de los acuerdos internacionales. Las instituciones y empresas que promueven dichos acuerdos también generan sus propias cortes legislativas que muchas veces prevalecen sobre las cortes de los países, restándoles soberanía y quedando a merced de intereses que no son los que ha de tener un país como Chile.
Por todo esto nuestro país no debe formar parte de acuerdos internacionales que mermen su soberanía, en especial en lo referente a las injerencias de juzgados no reglados que nacen de estos acuerdos. Al contrario, los acuerdos deberán regirse por las leyes de los países involucrados, con jueces imparciales que valoren todos los agentes y factores involucrados, no sólo los económicos. Los tratados deben evaluar el impacto que causarán en aquéllos que no participan de forma directa en ellos, y si es que son afectados a nivel gremial, sindical, comunitario, social y económico-financiero. Las localidades rurales y comunas menos privilegiadas de nuestro país, sin ir más lejos, han sido golpeadas fuertemente por el actual sistema económico y las decisiones políticas de acuerdos internacionales, como es posible observar en San Bernardo, Melipilla y Padre Hurtado, por citar algunos casos.
Entendemos que el país necesita acuerdos para avanzar, pero nuestra apuesta es que estos acuerdos no vulneren la soberanía, para así no quedar en manos de intereses privados que, sin criminalizarlos, sólo buscan el beneficio económico, sin atender a otras cuestiones.
Ésta es la principal razón por la que pensamos que el TTP-11 defiende un negocio privado, pone a Chile en manos de tribunales privados y, como resultado, no hará más que aumentar la brecha de desigualdad entre nosotros y nosotras.