Por María José Becerra Moro y Sebastián Salazar Pizarro, publicado en Ciper.cl
“Comenzar el debate de la constitución económica que requerimos para el Chile del siglo XXI es tan relevante como hablar de la Constitución misma” afirman la autora y el autor, quienes analizan el “orden público económico” que sustenta el modelo chileno. ¿Qué caracteriza ese orden? Una forma de entender el crecimiento y el desarrollo, el rol de los impuestos, el tamaño y la actividad del Estado. En el caso chileno, plantea esta columna, tal arquitectura fue construida sobre la base del pensamiento de la Escuela de Public Choice y uno de sus principales exponentes: James M. Buchanan.
Desde que se inició el debate para una nueva Constitución, el derrotero ha sido la instauración de un Estado Social y Democrático de Derecho que consagre universalmente derechos económicos, sociales y culturales, civiles y políticos; y el tránsito hacia una mejor distribución del poder e inclusión de sectores estructuralmente marginados como mujeres, territorio, pueblos originarios y naturaleza. Discutir sobre ellos y considerarlos en una nueva carta magna es indispensable para transitar hacia una mejor democracia, tomando en cuenta que Chile es uno de los países más desiguales entre sus pares de la OCDE y en 2020 el más desigual en Latinoamérica[1].
Sin embargo, no deja de llamar la atención lo ambiguo que ha sido el debate sobre la Constitución económica y los efectos de ésta en el modelo de desarrollo y acumulación en Chile en los últimos cuarenta años. Comenzar el debate de la constitución económica que requerimos para el Chile del siglo XXI es tan relevante como hablar de la Constitución misma. En este sentido, el jurista francés Georges Ripert, citado profusamente por juristas conservadores como José Luis Cea o Arturo Fermandois, ha sostenido que: «junto a la organización política del Estado, hay una organización económica, tan obligatoria como la otra”. Existe, en consecuencia, un orden público económico[2]. Sea ésta de carácter neutral, explícita o implícita, esta es una definición de economía política que necesariamente debe visibilizarse, debatirse y ser deliberada por el órgano constituyente, la ciudadanía en cabildos, y posteriormente ratificada por el pueblo de Chile, a través del plebiscito de salida.
Ante un debate constitucional condicionado por la hoja en blanco y quórum de dos tercios de aprobación, no es posible soslayar preguntas como las siguiente: qué tipo de crecimiento y desarrollo económico se promoverá; qué tipo de marco constitucional para la inserción de Chile en el mundo y qué tipo de institucionalidad privada, comunitaria y pública. En materia de institucionalidad pública es indispensable preguntarse por el marco constitucional para un mejor rol de la política fiscal -tributaria y presupuestaria- y monetaria, que permita ampliar la base productiva y la riqueza del país, así como para proveer la financiación de todos los derechos fundamentales de forma adecuada.
De esta manera, dicha discusión permitirá entablar nuevos consensos para la generación de un modelo distinto de crecimiento, desarrollo y acumulación; un modelo que i) permita incrementar el PIB potencial, ampliando la base productiva y material de la economía; ii) promueva al interior del mercado una distribución armónica entre capital, trabajo y tecnología; iii) reconozca las diversas formas de organización de empresa (privada, pública, cooperativa y comunitaria); y iv) entregue al Estado los recursos para financiar derechos con enfoque territorial e integrar a toda la sociedad en el circuito de la modernidad de una forma justa, paritaria, inclusiva, verde y sostenible.
Para graficar la importancia de esta discusión, en esta columna abordaremos la relación entre el diseño institucional vigente de la constitución económica y cómo ésta ha determinado un tipo de crecimiento y desarrollo económico ortodoxo[3], arquitectura que ha sido consolidada materialmente en el sistema constitucional nacional[4].
EL ORDEN ECONÓMICO CONSTITUCIONAL ACTUAL
Para entender la relevancia de la dimensión económica, analizaremos aquí las características de la actual Constitución del ‘80. Desde nuestra perspectiva, ésta
articula un Leviathan ordoliberal sobre la base del pensamiento de la Escuela de Virginia o Public Choice, cuyo principal exponente es James M. Buchanan[5], quien visitó nuestro país en pleno período de discusión, entrada en vigencia y consolidación del texto original de la Constitución vigente y sus primeras leyes complementarias[6].
En su propuesta, Buchanan sostiene la importancia del uso de las normas constitucionales para impedir la posibilidad de una redistribución de la riqueza, por medio de la generación de un (falso) consenso que asegure dichos objetivos, a través del status quo o estabilidad institucional que asegura la Constitución. Por tanto, se dificulta la posibilidad de un ejercicio expansivo de la política fiscal, se desincentiva el establecimiento de sistemas tributarios progresivos que se orienten a la redistribución y se sacraliza la regla de la estabilidad presupuestaria para el control de los déficits fiscales (Balanced Bugdet Rule o BBR), renunciando a corto, mediano y largo plazo a políticas públicas desarrollistas o keynesianas. Esto implica una superación del pensamiento ordoliberal alemán de la Escuela Libre de Friburgo post Weimar, que implicaba un control similar, pero sobre la base de las instituciones y nociones liberales estatales tardías del primer tercio del siglo XX[7].
Una nueva Constitución requerirá una nueva Constitución económica que, en el contexto de una cuarta revolución industrial, amplíe los marcos de entendimiento democráticos para una nueva fase del crecimiento y desarrollo.
Este modelo promueve el desarrollo de un sistema económico de libre mercado y neoliberal, basado en procesos de carácter monetarista, por sobre una perspectiva enfocada en la industrialización y la economía real. Es decir, las normas constitucionales y orgánicas constitucionales transversalmente predefinen una sala de máquinas político institucional que asegura el ejercicio de la libertad individual en el mercado y eleva a rango constitucional la priorización de ciertos principios de política macroeconómica por sobre la deliberación democrática, constitucionalizando una determinada economía política.
Además, dicho orden público económico ha cristalizado un modelo de crecimiento exportador monolítico, extractivista y concentrador de recursos naturales, basado en la industria financiera, bajo un marco de justicia redistributiva liberal, igualador de oportunidades más que de los principios de equidad vertical, horizontal, territorial e intergeneracional.
La actual Constitución económica minimiza el rol del Estado y prioriza el rol de los particulares en la prestación –eminentemente- privada de bienes y servicios fundamentales para las personas, sobre la base del intercambio en el mercado, como principal mecanismo de asignación de la riqueza. De hecho, se reconoce un bloque de Derechos Fundamentales, cuya base es la consagración de una exhaustiva regulación de la propiedad privada (artículo 19 Nº 23, 24 y 25) y la libertad de empresa (artículo 19 Nº 21), principalmente. Esto implicó el reconocimiento del mercado como el principal mecanismo de asignación y distribución de la riqueza de la sociedad chilena en los más diversos ámbitos posibles, incluso permitiendo la mercantilización, desregulación y la creación de una industria financiera privada para la provisión de bienes y servicios públicos sobre derechos sociales.
LAS ‘CONDICIONES’ QUE ESTABLECE LA CONSTITUCIÓN DEL 80
Respecto a los derechos sociales existe una gran dificultad para demandar su exigibilidad. La Constitución no establece el aseguramiento de un mínimo esencial o existencial. Además, el reconocimiento constitucional de estos derechos fundamentales se estructura normativamente como libertades, las que se pueden ejercer de manera individual y aislada, con un débil rol de cumplimiento de deberes por parte del Estado y situándose más bien como un ente regulador de la actividad económica privada. Hay múltiples ejemplos que grafican lo señalado, como el crédito con aval del Estado en educación superior; la política de tercerización en el tratamiento de las prestaciones de salud por parte de privados, mediante financiamiento público de FONASA; y el rol que cumplen las Entidades de Gestión Inmobiliaria Social (EGIS) como facilitadoras en los procesos de acceso o mejoramiento de viviendas, entre otros. Si bien el Estado puede impulsar una mayor participación en estos ámbitos, las trampas, cerrojos o enclaves autoritarios persistentes dificultan dicha posibilidad a nivel normativo constitucional.
Un correlato de esta situación es la débil y restrictiva normativa que impide al Estado desarrollar actividades sobre derechos sociales, a través de la articulación transversal de una particular y hegemónica forma de comprender –a nivel jurídico y económico- el Principio de Subsidiariedad, el cual fomenta el repliegue de la actividad pública en la prestación de bienes y servicios públicos, reservando su actuar a un proceso de mitigación de externalidades negativas en los mercados regulados.
En la actual Constitución, se condiciona el ejercicio de la política fiscal, tributaria, presupuestaria y monetaria. A continuación indicamos varios ejemplos que justifican dicho planteamiento. Primero, la centralización en el Presidente de la República –y Ministerio de Hacienda- de la administración financiera del Estado (artículo 32 Nº 20). Segundo, las iniciativas exclusivas de ley referentes a evitar el endeudamiento de diversos organismos públicos –incluso autónomos como los Municipios-, que contemplen gasto público o endeudamiento. Estas recaen en las más diversas materias posibles, tales como los tributos, la creación de servicios públicos o empleos rentados del sector estatal, la contratación de empréstitos o cualquiera otra clase de operaciones que puedan comprometer el crédito o la responsabilidad financiera pública, la determinación de remuneraciones, las modificaciones a la Ley de Presupuestos, las jubilaciones subsidios, los beneficios del sector público, seguridad social, entre otras (artículo 65 inciso tercero y siguientes). Tercero, el eminente desbalance a favor del Ejecutivo –en detrimento del Congreso- de la tramitación de la Ley de Presupuestos (artículo 67), así como en todo el ciclo presupuestario.
Además, se establece como principal objetivo constitucional la disminución (o no existencia) de déficits o deuda pública por sobre cualquier otro principio o valor de jerarquía constitucional. Por tanto, y como se explicó en los párrafos precedentes, se dificulta la posibilidad de tomar decisiones de economía política que incentiven un modelo de desarrollo cuyo norte sea el bienestar individual y colectivo de las y los ciudadanos, el goce de sus derechos y libertades evitando el traspaso de los shock de oferta y demanda derivadas de las crisis económicas (sobre todo aquellas de carácter monetario) y delimitando el rol del Estado a un mínimo de subsistencia.
Buchanan sostiene la importancia del uso de las normas constitucionales para impedir la posibilidad de una redistribución de la riqueza, por medio de la generación de un (falso) consenso que asegure dichos objetivos, a través del status quo o estabilidad institucional que asegura la Constitución.
Ejemplo de esta situación son las decisiones de economía política impulsadas por el actual Ejecutivo en el marco de la crisis sanitaria originada por el COVID-19. De los 22 mil millones de dólares totales gastados durante la pandemia, un 78% de dicho gasto ha sido financiado principalmente por el retiro del (primer) 10% de las cuentas individuales de los cotizantes en el sistema de capitalización individual y por el uso de sus propios recursos contemplados en el Seguro de Cesantía, considerados en la Ley de Protección al Empleo. Estas decisiones se contraponen con el siguiente dato: a noviembre de 2020, el Estado de Chile cuenta con 21 mil millones de dólares provenientes de Fondos Soberanos, disponibles para uso. Además, el país cuenta con una capacidad de endeudamiento de tres veces mayor a la actual, considerando que es el país con menor deuda entre sus pares de la OCDE.
Esto se complementa con la autonomía institucional y operativa del Banco Central en el ejercicio de la política monetaria, cuyo principal rol es el control inflacionario, y que se consolidó a partir de diciembre de 1989, cuando dicha autonomía comienza a regir (la primera ley de amarre de la dictadura militar). Se trata de un organismo autónomo y técnico[8], que tiene por objeto velar por la estabilidad de la moneda y el normal funcionamiento de los pagos internos y externos, soslayando la importancia del tipo de cambio, la balanza de pagos y los flujos de capitales y sus efectos en las pequeñas y medianas empresas, las cuales son el sostén productivo, de empleo, y de cohesión económica en el país. Según Guerrero Becar, la clave del funcionamiento del Banco Central se encuentra en la palabra “técnico”[9], pues es ahí donde se aplican los conocimientos técnicos de la economía en el cumplimiento de sus funciones. Sin embargo, ha sido la práctica política e institucional, junto a la hegemonía de un determinado discurso ideológico económico, el que ha priorizado un enfoque neoclásico de crecimiento económico en su actual gobernanza, por sobre un enfoque neo-estructuralista del desarrollo.
La Constitución también regula lo referente a la prohibición expresa del Banco Central para financiar gasto público u otorgar financiamiento al Fisco mediante créditos directos e indirectos, pudiendo hacerlo solamente en situaciones excepcionales y transitorias, en las que así lo requiera la preservación del normal funcionamiento de los pagos internos y externos. Esta disposición, común para muchos bancos centrales en el mundo, ha sido recientemente modificada a raíz de las graves consecuencias económicas de la pandemia del COVID19 y que respondió a la necesidad de inyectar liquidez a la economía nacional. Finalmente, se trata de la única reforma constitucional que se ha efectuado sobre todos los aspectos económicos establecidos en la Constitución de 1980 durante toda su vigencia.
UNA NUEVA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA
Este diseño normativo ha implicado una reducción del pluralismo democrático –bajo el concepto de “democracia protegida”- y un desinterés en la protección de los ciudadanos, por medio de autoridades autónomas con enfoque tecnocrático que adoptan decisiones bajo una aparente neutralidad económica. Esto implica la pérdida de protagonismo de instancias representativas, como el Congreso, en la toma de decisiones y en actividades de control y balance de poderes sobre estos aspectos.
Por tanto, el desafío en la discusión constituyente sobre esta trascendental materia debe considerar necesariamente un nuevo equilibrio entre los poderes públicos y una nueva reconfiguración organizacional en los aspectos señalados, así como plantear una mayor vocación de protección de los derechos de las personas, sobre todo en materias tan abstractas y de incidencia directa en ellas, que necesitarán de un profuso desarrollo legislativo y administrativo posterior. Esto se puede lograr mediante el aumento de los niveles de transparencia, participación, formalización y control, tanto político como jurisdiccional, de decisiones sobre la Constitución económica, en particular, la política macroeconómica.
Una nueva Constitución requerirá, por tanto, un nuevo acuerdo o pacto relativo a las analizadas dimensiones el presente texto, las que, en el contexto de una cuarta revolución industrial, amplíe los marcos de entendimiento democráticos para una nueva fase del crecimiento y desarrollo que permita las tan anheladas transformaciones productivas estructurales para el proceso de convergencia y catch-up tecnológico. Definir una economía política y una macroeconomía para el desarrollo tomando en consideración la no neutralidad de las herramientas económicas como la política fiscal, monetaria y tributaria permitirá incorporar los necesarios enfoques de justicia redistributiva, de equidad de género y territorial acorde con las necesidades de justicia social de las y los ciudadanos para los próximos años del siglo XXI.
María José Becerra Moro es economista de la Universidad de Chile y Msc. Research in Development Studies en la London School of Economics and Political Science y directora de Conadecus; y Sebastián Salazar Pizarro estudió derecho en la Universidad Alberto Hurtado. Es Master Universitario en Derecho Público por la Universidad Carlos III de Madrid. Es doctorando en Derecho y Ciencia Política por la Universitat de Barcelona. Ambos autores tienen publicaciones en temas como economía política y territorio, desarrollo económico, política industrial y Economía Política Constitucional; y son miembros de la comisión de Constitución del Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible.